lunes, 14 de marzo de 2011

LA ILUSIÓN DE MI ABUELO



Cuando yo era pequeña, aproximadamente tendría unos cuatro años, estuve viviendo una larga temporada con mis abuelos en un pequeñito pueblo del interior.
Desde que me levantaba hasta que caía rendida por la noche, todo el santo día iba detrás de mi abuelo y de mi abuela, y, por supuesto, ellos estaban encantados. Cuando mi abuela iba a comprar, tenía que esperarme para que yo cogiera mi bolsito, mi gorra y mis monedillas, porque siempre había algo que me gustaba, y que tenía que comprar. Y cuando mi abuelo volvía del campo, yo estaba esperándolo. Le daba una abrazo muy grande y le decía: "Abuelito, ¿esta tarde me llevarás contigo...?", y él me decía que sí. Pero era una mentira piadosa, porque antes de darme cuenta, ya se había escabullido por la puerta trasera del corral para que yo no me diera cuenta de que se marchaba.
Hasta que ideé un maquiavélico plan (¡¡con cuatro años...!!): El caso es que pensé que si mi abuelito siempre se ponía el sombrero y las alpargatas para salir después de su siesta, tendría que esconderlas para que no pudiera marcharse sin que yo me enterara.
Pues dicho y hecho. A partir de ese día, todas las tardes guardaba su viejo gorro en un lugar distinto para que no lo encontrara sin mi ayuda, y poder así irme con él . Yo caminaba toda la tarde con mi abuelito por los campos, por las lomas áridas, en busca de la mata de tápana, para luego ir a venderla a la tienda (la única tienda) del pueblo, y que me dieran un duro, o a veces seis pesetas. Mi abuelo me llevaba y me traía como al tesoro más preciado. Ése era mi abuelo. Un fantástico hombre que a pesar de los treintaitantos grados de agosto siempre llevaba camisa de manga larga, y que pasó su vida trabajando de sol a sol para que sus hijos pudieran tener un horizonte diferente al suyo.
Después de muchas zapatillas escondidas, y de bastantes tardes de arañarme mis pequeñas y tiernas manos (...y también de ver cómo mi abuelo llenaba mi bolsa con las alcaparras que él había recogido, sin que yo me diera cuenta, claro), conseguí reunir veintiún duros,...¡menudo tesoro!
Lo que más recuerdo de aquel tiempo, a pesar de que han pasado treinta y seis años, es la voz de mi abuelito diciéndome: "Arrodea, hija mía, arrodea, que por ahí te caerás".... "...¿y qué es arrodear, abuelito?", preguntaba yo, sin saber a qué se refería... Mi abuelo entonces me cogía de la mano y me apartaba del peligro.
Y es que ahora comprendo la ilusión de mi abuelo por estar conmigo, por disfrutar de mi presencia y de mis ocurrencias, por enseñarme cientos de cosas que recuerdo con nostalgia y con alegría a la vez.
Ahora veo a mi padre cómo disfruta con la sola presencia de mis hijos, enseñándoles sus logros con las perdices... "Mira, mira cómo comen de mi mano..." y mis niños se van con él. El mejor ejemplo que mis hijos pueden tener es ése: la experiencia y la sabiduría infinita de los abuelos.